Archivo mensual: junio 2009

Capítulo III: por Akira.

Sin embargo, pensó Iñaki mientras giraba la cabeza y observaba a la gente del local, para evitar mirar a los ojos de su compañero, aquello había llegado demasiado lejos.

Tras la primera noche, Mario se convirtió en una constante en su vida. Una constante incómoda, un refugio donde encontrar la pasión perdida, el fuego que se había apagado en su relación hacía tiempo.

Aquel crío, aquel niño que ocultaba en su interior una bestia indomable y primitiva. Aquella casualidad que se había cruzado en su camino en aquel chat, se había convertido en lo más real que había en su vida, y también en una maldición.

Porque Iñaki lloraba en silencio. Apenas podía aguantar las lágrimas algunos días en el trabajo, mientras un compañero le preguntaba qué tal le había ido el fin de semana. A veces no podía más y tenía que irse al baño, simulando malestar. Y entonces todo salía, el remordimiento que le consumía lentamente por dentro, como una enfermedad que le corrompía el corazón y las entrañas, la culpa por no saber encender otra vez aquel fuego intenso que un día fue, pero que ahora era sólo frías cenizas.

«Voy a dejarlo», se decía una y mil veces. Dejaría a aquel crío, y daría un empujón a su relación con Arnau. Seguro que podría hacerlo. Y quizás con el tiempo el remordimiento desaparecería lentamente, la culpa se desvanecería, y el recuerdo de aquellas noches que le habían hecho sentir vivo otra vez, serían otro recuerdo guardado en el desván de su memoria, una anécdota, un desafortunado desliz.

Pero otro pensamiento cruzaba su mente al mismo tiempo. Arnau, sí, Arnau otra vez. El hombre de su vida. Y el hombre que hacía que su vida fuera también monótona y falta de ilusión. Una prisión sin barrotes. Se preguntaba si realmente Mario era la consecuencia inevitable de todo aquello, el principio del fin. O el principio de algo nuevo, un nuevo comienzo para él.

Mientras pensaba en todo aquello, llamó a la camarera.

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Nota:

Este capítulo lo escribió Akira. Porque esta historia nació como un juego entre los lectores de «Café para dos» y el autor del blog. Akira tuvo la delicadeza de jugar.

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Dejaos besar y abrazar, que todo será mucho más bonito.

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negro…

Negro.

Negro.

Cada vez soy más consciente de mis limitaciones. De lo poco que valgo. De la mierda que soy.

Da igual lo que haga, lo que escriba. Lo que piense, lo que mire. Todo está teñido de negro. Un círculo vicioso que se retroalimenta. El negro llama al negro. Las lágrimas a la tristeza, o viceversa. La desesperación a la depresión. Y en todo caso, un halo de tristeza permanente se instala en cada poro de mi cuerpo. Y una oleada de rabia sube por mis entrañas.

Es primavera, aunque parece invierno. Debería ser alegría, y es melancolía. Deberían ser flores y frutos, y son hojas secas, putrefactas.

Con ratos de rabia. De rabia de impotencia. Por ser como soy.

Y lo malo es que no es un día. Hoy es un día especialmente negro. Sí. Pero los demás días son igual de negros. Pero los llevo de otra forma. Disimulo. No, no es disimulo, es autoengaño, el peor de las mentiras.

Es como una plaga de langosta, o como cuando ruge la marabunta. Poco a poco va ganando terreno. El autoengaño cada día es más complicado. Su andamiaje se resquebraja, mordido por miles de animales hambrientos. Hasta que cuando quieres darte cuenta, no hay andamio, no hay estructura, has caído al suelo, ya te han devorado, sin dejar siquiera una migaja.

Hay días, hay temporadas que, como si estuviera en un desierto sin oasis, sufro espejismos y creí que las cosas cambiaron, que rompí con la dinámica. Que cambiaron y que seguirían cambiando poco a poco. Pero siempre llega el día en que todas las verdades estallan en tu cara: No, todo sigue igual, y nada cambió.

Antes había algún resquicio. Una válvula de escape. Quizás estos foros lo fueran. Pero esa magia la dejé perder. Dejé que se me escapara entre los dedos. ¡Qué bonita expresión! “Dejé que se me escapara entre los dedos”. Se fue diluyendo porque como Don Quijote, luchar contra lo inevitable, luchar contra molinos de viento, es una guerra perdida. Y ni valgo, ni valdré para luchar contra esos molinos. No valgo para luchar contra la indiferencia. No valgo para dar la lata, para imponerme al olvido, o a ese indiferencia de que hablaba antes.

Nunca tendré lo que anhelo. Lo que deseo. Porque no valgo para luchar por ello. No valgo para nada. Para nada de nada.

Negro.

Negro.

Siempre quedará la duda de si este escrito es un canto literario, o es una realidad palpable dentro de mi alma.

Negro.

Negro.

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La historia de Café para dos: Capítulo II

No lo hizo

– Elena –murmuró  mirando la pantalla parpadear- paso, luego la llamaré.

Y sin darse cuenta la mentira había comenzado a anidar en lo que antes había sido un nido de dos. Ahora ya cabía cualquier cosa, ahora todo estaba permitido.

Mario….Mario. Le parecía increíble lo que estaba haciendo, pero no podía evitarlo. La emoción de lo prohibido. Mario era más joven que Arnau y que él. Apenas 19 añitos, un chico que a todas luces no le convenía. Un chico al que nunca hubiera considerado nunca para una relación , y si lo hubiese hecho no habría parado de pasarlo mal. Nunca se hubiera sentido cómodo junto a él.  Arnau le prometía un futuro, una familia, una vida. Mario le regalaba momentos inimaginables para su a veces estrecha mente. Le permitía ser otro, le permitía perderse. Y quizás eso era lo que necesitaba ahora. Lo necesitaba o se había enganchado tanto a él que se tenía que buscar una auto excusa para no sentirse mal consigo mismo.

Pero siempre volvía a la cama de Arnau. Y al volver siempre se  preguntaba qué coño estaba haciendo con su vida. Sabía que Arnau tenía culpa de lo que pasaba, pero empezaba a intuir que se estaba convirtiendo en una foto en blanco y negro. Sin matices. 2 colores. 2 hombres. Y el resto parecía no tener cabida en aquél mundo.

Arnau comenzó a hablar, era su táctica habitual. Naufragar en la verborrea hasta conseguir arrancar una sonrisa de aquella boca que un día le había parecido de fresa. Cuando por fin Iñaki empezaba a reír, Arnau respiraba aliviado, y el aire volvía a penetrar en el ahogado motor que movía los hilos de su relación. Un respiro. Pero un respiro ¿antes de qué?

Iñaki rió, de verdad fue una risa sincera. Pero no pensaba en lo que le decía Arnau. Recordó la primera noche que pasó con Mario. Iñaki estaba en Bruselas inaugurando una nueva galería de arte de la Fundación para la que trabajaba. Se había metido en el Chat dejándose llevar. Básicamente quería hablar con un desconocido. No quería contar a sus amigos, para mas INRI comunes a Arnau, sus problemas de pareja. No quería empezar una corriente de especulaciones.

Mario estaba allí. Fue pura casualidad. No solía perdonar un viernes sin salir, pero se había pasado toda la tarde fumando en el césped de la Uni y todavía iba muy fumado. Iñaki le trato con una cierta prepotencia al principio, no sabía por qué lo hizo, demasiado joven, demasiado distinto, demasiado auténtico quizá para él.

Esa noche la pasaron juntos. Se entregó a su brutal embestida y dejó que, todos sus sueños, sus anhelos, sus frustraciones afloraran, se desbocaran en forma de acto sexual sin tregua, sin ninguna concesión a ninguna expresión de cariño, meramente pasión, sexo., cuerpos sudorosos, besos que parecían mordiscos. Una noche que le permitió desinhibirse, ser otro, Fue bestial. Fue brutal,  nada romántico. Fue obsceno y  sucio. Pero fue el mejor polvo que le habían echado en los últimos meses, quizá en toda su vida.

Se ducharon juntos y Mario se quedó sentado en el suelo al lado de la ventana fumando. Iñaki hizo como que dormía, como que sólo era un polvo. Pero no podía dejar de mirar como la luz de la luna bañaba esa piel suave y áspera a la vez. Esa bestia embutida en el cuerpo de un niño. Esa mirada que pareciese que podía ver más allá que la de un director financiero. Y en ese momento supo que la estaba jodiendo.

Volvieron a entregarse bajo aquella luz. Mario sentado, e Iñaki sobre él. Agarrados como si el mundo se estuviese partiendo por su jodido núcleo. Sacudiéndose toda la mierda que la vida le había arrojado. O al menos, esa era su justificación. Ni él era consciente de sus razones. Si es que las tenía. O simplemente quería destruir. Destruir al mundo, o a sí mismo. O a ambos.

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