– Mis padres murieron hace unos años – Perro agachó la cabeza para oír mejor, apenas salía un murmullo de la boca de Israel – Fue… bueno, eso mejor no te lo cuento ahora…
Israel paró. No había sino empezado a desgranar la historia, su historia, que apenas se la había contado a su psicólogo, y ya no podía seguir. Un tremenda congoja se apoderaba de él.
Perro le puso una mano sobre su cuello. Le empezó a acariciar suavemente. Israel, hizo un gesto como de rechazo. Perro apartó entonces la mano.
– Fue un tiempo difícil. Parezco un amargado… – dijo haciendo una mueca de resignación- . 16 años tenía. 15. Los 16 ya los cumplí con mis abus. Mi padre bebía. Mucho. Y tenía un carácter muy fuerte. Dominante. Yo no era como él quería. No me gustaban las cosas que a él le gustaban. No me gustaba la caza, ni las cartas, ni me gusta beber. Me gustaba el deporte, pero practicarlo, no pasar la tarde viendo fútbol. Y él quería hacer esas cosas conmigo. Era su hijo, y era lo que había soñado hacer con nosotros. Mi hermano mayor, sí, le seguía el juego. Pero yo no. Y un día, con 14 o así, ya se empezó a cansar. Fue un castigo de esos sin sentido. Recuerdo que, había fútbol, jugaba el Atletic, compró el partido en la digital, y me dijo que fuera a verlo. Yo le dije que no, que tenía que estudiar, me dijo que luego, y yo le dije que no me daría tiempo, mi madre le dijo que me dejara estudiar, él se calló, se quedó mirando el fútbol. En el descanso fue a mi habitación, estaba yo tirado en la cama, con el libro de historia, se acercó, se sentó en mi cama, me agarró la cara con una mano, se acercó lo más que pudo, y con el aliento apestando a cerveza, me dijo que nunca, nunca se me volviera a ocurrir llevarle la contraria. Me dejó marcados los dedos en la cara, empecé a llorar, no podía evitarlo, me asusté.. Se levantó de repente, fue a la mesa y cogió mi móvil, lo tiró al suelo, y lo pisó. Hasta que lo destrozó, no dejó de pisarlo. “Castigado por desobedecerme. Y si vas a mamá con lloros, te castigaré sin ir a jugar al fútbol, sin televisión, y sin las clases de teatro.”
Paró un momento. Bebió un sorbo de su café. No levantaba la cabeza. Tenía fija la mirada en la taza. Perro no sabía muy bien que hacer. No se esperaba esa historia, ese tipo de historia. Tenía sus ojos muy abiertos. Movía ligeramente la cabeza arriba y abajo. También estaba inclinado sobre la mesa. Le hubiera abrazado, pero después del rechazo de hacía pocos minutos, no se atrevía. Miles de preguntas se agolpaban en su cabeza, pero no quería romper el momento. Creía que Israel, necesitaba contar esos sentimientos. A su ritmo. No sabía por qué se los contaba a él. No dejaba de ser un desconocido. Era de hecho un completo desconocido. Miraba nervioso el reloj de su móvil, que había dejado encima de la mesa. Había quedado no dentro de mucho. Pero no podía dejar a ese chico así.
– Nunca le había visto así. Nunca. Me asusté. Se fue de la habitación y no conseguía reaccionar. Yo había notado que no le sentaba bien que no me gustaran sus planes. Pero hasta que mi hermano se fue, no se notaba mucho. Él hacía todas esas cosas con mi padre. Al irse Fernando, se quedó solo, y dirigió su mirada hacía mí. Y ese día, explotó. Y a partir de ahí, todo fue a peor. Castigos absurdos. Desprecios delante de sus amigos. Yo… – Israel buscaba las palabras para seguir – no sabía que hacer. Empecé a pensar que era mal hijo, que no era como mi padre quería. Empecé a participar en algunas de las cosas que me proponía, más que nada porque,… bueno, porque tenía miedo, y por intentar ser como él quería, pero por otro lado, no podía… me revelaba… no me salía de dentro… y llegó un día en que me dio un tortazo.
Otra vez paró. Bebió otro poco de su café. Seguía mirando, con sus ojos llenos de lágrimas el cenicero que había en la mesa. Perro, imperceptiblemente, quitó el sonido a su teléfono. Dejó su cita para más tarde. Se acumulaban muchas llamadas a devolver. Pero no podía dejar de escuchar esa historia.
– A ese tortazo, le siguieron otros. Cada vez mi padre bebía más. Mi madre trabajaba, y no se enteraba de las cosas. O no quería darse por enterada. Mi madre era ejecutiva de una multinacional, y pasaba mucho tiempo fuera. Mi padre tenía un trabajo más cómodo. Y menos remunerado, claro. Creo que, tenía un cierto complejo de inferioridad con mi madre. Yo era listo. Era ágil. Sacaba buenas notas. Hacía deporte y era bueno. Hacía teatro y no lo hacía mal. Tenía muchos amigos, era muy sociable. Pero no tenía…, no era como él. Alguna vez pensé que él veía en mí las cosas que odiaba de mi madre. Yo me parezco a ella, en lo físico y en… bueno en casi todo. Al final, pasamos de nivel, y empezó a pegarme con el cinturón. Cualquier excusa era buena. Me desnudaba, y me pegaba hasta que le dolía el brazo. Siempre lo hacía cuando mi madre tenía que irse de viaje. La primera noche, ya sabía lo que me iba a tocar. Y al día siguiente, mi amiga Estela, me curaba en su casa. Fue la única a la que se lo conté. Y no lo hice por gusto, sino porque un día, un día siguiente a la primera noche en que mi madre se iba, me tocó la espalda, y no pude contener un grito de dolor. Y como ella ya se olía algo, sin dejarme reponerme, me subió el niqui, y vio las señales. Le hice jurarme que no se lo contaría a nadie. Pero creo que al final se lo contó a su madre. Se lo contó…
Israel paró otra vez. Se puso enseñando la espalda a Perro, y se subió su camiseta ligeramente. Lo suficiente para que Perro, si hubiera tenido alguna duda de que la historia de Israel fuera verdad, se le disiparan. Vio, en el trozo de espalda que pudo ver, decenas de señales marcadas en la piel. De correas, o látigos… o lo que fuera. No eran muy visibles, pero ahí estaban. No pudo aguantar la tentación, y acercó suavemente sus dedos a la espalda de Israel. Y sin darse cuenta, apenas rozando su piel, siguió un par de esas señales
Israel bajó su camiseta rápidamente. Perro apartó su mano. Se quedó mirándolo. No paraba de llorar. Parecía otro chico, al que había visto pegarse hacía apenas una hora, por su amigo. Al que había visto indignado con Rodrigo por no defenderle. Perro encendió un cigarrillo. Estaba él también inclinado. Sin apenas mover los labios, al final se atrevió a preguntar…
– ¿Y como murieron tus padres?
Israel parecía no haber oído la pregunta. Seguía con la cabeza agachada. Perro no hizo amago de preguntar de nuevo. Se quedó mirándole. Esperando pacientemente. Otra llamada llegaba a su móvil. Veía la luz de la pantalla. Lo apagó.
– Un día, mi madre se fue de viaje. Iba a estar al menos una semana fuera. Yo, estaba en mi habitación, escuchando como preparaba las maletas, y como hablaba por teléfono ultimando las reuniones que tendría al llegar a Chicago. Lloraba. Sabía que esa noche, me tocaría. Mi padre andaba por la casa como un padre y marido normal. Me repugnaba oírle hablar con mi madre con esa tranquilidad, con esa aparente…
Volvió a parar. Perro no sabía como comportarse. Al final volvió a poner su mano sobre el cuello de Israel. Esta vez no le rechazó. Pero tuvo la impresión de que ni se dio cuenta. Notaba como temblaba. Parecía como si estuviera reviviendo completamente esa experiencia. Como si estuviera en la habitación.
– Mi madre se fue. Salí de mi habitación con una sonrisa y le di dos besos. No notó nada. Cerró la puerta de la calle. Se subió al taxi, y se fue. Mi padre se fue al salón. Yo me iba a mi habitación, cuando me llamó. “siéntate aquí, vamos a ver la tele”. Fui. Me senté a su lado, sabía que si intentaba sentarme en la butaca, sería peor. “Ayer te vi”. Yo dejé de respirar durante un momento. “Te vi con ese amigo tuyo ¿cómo se llama? ¿David?”. Me quedé mudo. “Os estabais besando”. No me atrevía a mirarle. “¿Eres marica?”. No sabía que decirle. Puso un brazo sobre mi hombro. Yo temblaba. La otra mano la puso sobre mi cara, girándola para que le mirara. Yo perdí mi mirada en el suelo. “Mírame, marica”. Su tono de desprecio era esta vez mucho mayor que normalmente. “Es lo que me hacía falta, una mierda de marica como hijo.” De repente puso su mano sobre mi nuca y me bajó la cabeza hasta su… Con una mano me sostenía la cabeza allí, con la otra me bajaba el pantalón del chándal… y empezaba a pegarme con la mano… “Chupa… a ver por lo menos si eres buen mamador.” Yo lloraba. No abría la boca. Su… parecía que crecía con el roce de mi cara.. Me empezaban a dar arcadas… “Eres una puta mierda”. Se levantó de repente, tirándome al suelo. Se quitó el cinturón y me empezó a pegar. Con furia. Yo, intentaba esconderme debajo de la mesa. Me acurruqué con las piernas pegadas al pecho… empecé a gritar. Tiró la mesa y me agarró de una pierna. Me quitó la zapatilla. Me quitó la otra. Rompió los pantalones del chándal, y el calzoncillo. Me agarró el paquete. Me apretó. “¿No te excitas?” “No te gusto” “Veremos ahora si te gusto o no”. Me empezó a arrastrar por las piernas hasta el piso de arriba. Yo intentaba agarrarme a los escalones… pero el tiraba más fuerte. Y de vez en cuando se daba la vuelta y me soltaba un correazo. Llegamos a mi habitación… me soltó, y empezó a pegarme con el cinturón, pero con la hebilla. Ya no me dolía. Daba igual. Se agachó y me buscó el culo. Me metió un dedo. Intenté evitarlo, y me soltó un tortazo en la cara. Me quedé quieto. Me daba igual. Quería morirme. Ahí casi perdí la consciencia. Todo es una nebulosa. De repente vi a mi madre en la puerta. Mi padre se levantó. Empezaron a discutir. Mi madre intentó acercarse a mi, pero él no le dejó. Salió entonces corriendo hacia el piso de abajo. Él fue detrás. Forcejearon. No recuerdo que pasó…
Cogió un pañuelo de su bandolera. Se secó los ojos. Respiró profundo. Para recuperar la compostura. Perro dejó de tocarle el cuello. Israel le miró a los ojos.
– Perdona.
– ¿Y que pasó? – Perro no pudo evitar la pregunta.
– Luego supe que los dos cayeron por la escalera. La policía llegó poco después. Mi madre la había llamado antes. Pero no llegaron a tiempo. Mi amiga me contó en el hospital que, su madre había hablado con la mía. Y que planeó ese viaje ficticio para comprobarlo. No se lo creía. Mis abuelos vinieron para hacerse cargo de mí. Desde entonces vivo con ellos. Son adorables.
– ¿Los padres de tu madre?
– No, los de mi padre. Creo que se sienten culpables. Me quieren. Me miman. No tienen culpa, ellos vivían a cientos de kilómetros. Al final nos vinimos a vivir aquí. Vivíamos en Barcelona. Mis abuelos en Málaga. Renunciaron a su vida por estar conmigo. En Barcelona… no fui capaz de volver a entrar en mi casa. Ni nada que me recordara a ella. Ni la ropa. Ni mis cosas. Ni mis amigos.
– ¿Y Estela? ¿Y ese chico David?
– Rompí con todo. No podía soportar nada que me recordara…
Perro se recostó sobre el respaldo. Le abrumaba la historia que acababa de escuchar. Israel le cogió un cigarrillo y lo encendió. Se lo pasó. Encendió otro para él. Perro estaba desconcertado. La actitud de Israel le desarmaba. Ahora parecía que, volvía a ser el chico seguro de hace un rato. Nada que ver con el chico que le había contado una historia que solo pensaba era posible escuchar en la radio, o leer en los diarios de sucesos.
Sonó el móvil de Israel. Un mensaje.
Lo leyó. Se levantó de repente.
– Lo siento, me tengo que ir.
Cogió sus cosas. Y se lanzó a la puerta.
De repente se dio la vuelta. Volvió sobre sus pasos. Se acercó a Perro, que no salía de su asombro, y le dio un pico. Sonrió.
– Gracias. Llámame.
Y salió disparado.
Perro se quedó mirando la puerta de la cafetería por donde había desaparecido Israel. Poco a poco fue reaccionando. Encendió su móvil. Empezaron a llegar mensajes de llamadas perdidas. Pero le dio igual. Saboreó su cigarrillo, sin prisa. Apuró su menta. Necesitaba unos instantes para asimilar todo lo que había escuchado.
De repente, sonrió. Movió la cabeza de arriba abajo.
– ¿Y como quiere éste que le llame, si no me ha dado el teléfono?
Y el caso es que, Israel, le había calado hondo. Por su historia. Por su forma de ser. Y… por que era el chico más guapo que había visto.
– ¡¡Seré gilipollas!!
Recogió sus cosas, marcó un número en su móvil, y se fue a la salida.
– Oye, Hugo ¿quién paga?
Era Rodrigo, el camarero.
Perro no pudo evitar una carcajada.
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La historia completa
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Déjate besar y abrazar, todo será más bonito.