Estamos en plena borrasca perfecta.
Ahora mismo es de noche. Y fuera sopla el viento.
Escribía en otro blog esta mañana, algo así como que «ojala el viento se lleve nuestros malos rollos, nuestras preocupaciones, nuestros miedos». Estaría bien ¿no?
Ahora mismo la casa está en silencio. Solo un reloj suena muy bajito. Segundo a segundo. Y a mi espalda, el viento. Susurrantemente amenazador. Ahora… ahora silencio… no se escucha nada. Es casi más aterrador. Si suena, sabes que está ahí fuera. Sabes que te puede llevar, o que puede estrellar una rama en tu ventana. Cuando toma un descanso, cuando no lo escuchas, pero sabes que está ahí fuera, acechando, es cuando la incertidumbre acrecienta la sensación de vulnerabilidad.
Pero a la vez, ese sonido es relajante. No sé por qué, pero me gusta escucharlo. Como me gusta ver llover, o nevar. Ahora que me doy cuenta quizás es porque suena todo distinto. Con viento, con lluvia… ¿Os habéis dado cuenta de lo distinto que suena todo cuando nieva? ¿Cómo la nieve amortigua todos los sonidos?
Hoy es uno de esos días en que te apetecería abrazarte a tu chico, y dejar pasar el tiempo. El sonido del viento ahí fuera, tu chico entre tus brazos, o viceversa, y ya… dejar la mente en silencio.
Pero no hay chico. Y sí hay viento. Y no hay tu tía, la cabeza bulle y bulle. Como el anuncio de avecrem, chup, chup.
Pues quería recordarte que, si te dejas besar y abrazar, todo será mucho más bonito.